Mis días ya no son los mismos de antes. Ni mis mañanas
parecen querer empezar, ni mis noches parecen desear terminar, y aun así, sigo
haciendo esfuerzos increíbles día tras día por manejarlos, por mantenerlos
controlados y plantarle a la vida una sonrisa fulgurante, casi tatuada, como si
mostrase un “Todo está bien”. Una sonrisa que para nada refleja lo que siento. Y
se debe al llevar inenarrables horas en las que solo pude sentir a mi corazón
sepultado en el frío y la desidia más punzante que un pensamiento puede idear.
El bestiario de mi alma lleva desolado una eternidad.
Suena el despertador. No nos llevamos bien, pero no tenemos
mucha opción. Es otro día más que arranca con menos de cinco horas de sueño,
debido al malestar mental que me lleva a no poder conciliarlo sin antes repasar
cada segundo exacto de los momentos en los que sentí que estaba fragmentándome en
mil pedacitos.
Para hacerlo más gráfico, imagine usted a la más preciosa y
delicada figura de cristal, graciosa belleza desprende y se impregna en las
retinas de los más escépticos, y también se plantan en las perversiones de
aquellos que respiran maldad. Toma como única meta tomar aquella pieza de
delicado arte para arrojarla con vehemente impulso hacia el óxido del suelo,
cubierto de tristeza. Y entonces esa pieza se estrella, se desintegra contra el
suelo creando así un efecto realmente fascinante, en el cual se puede apreciar
a la pieza como si atravesara el suelo hacía otro plano, desprendiendo una
estela de polvo de cristal en su paso.
Y mis noches están repletas de esas piezas, las cuales,
cargadas de momentos, analizo en plena caída, y en slow motion, para verme y
proponerme descifrar el por qué.
¿Qué he hecho para que tanta maldad se aproveche de mis piezas?, o, dicho de otro modo, ¿En qué he fallado para que todo esto suceda?
¿Qué he hecho para que tanta maldad se aproveche de mis piezas?, o, dicho de otro modo, ¿En qué he fallado para que todo esto suceda?
Porque queda en evidencia que escultor y verdugo conviven en
armonía en el mismo envase que los concibe, más dicha armonía no puede
pregonarse a sí misma como la luz de que ilumina mis pensamientos, pero si como
el ruido que los atormenta.
Gracias a una atónita lucidez y a una sumisión
onírica casi total, no preciso tanto del despertador como en realidad debería:
siempre encuentro el camino al despabilamiento unos diez o quince minutos
antes.
Minutos que me guardo con recelo para entregárselos al
silencio total, al blanco mental absoluto y al misterio del tiempo, ese que
puede hacer que aquellos diez o quince minutos puedan durar horas en mis
silencios. Y ese silencio, es mi obsequio matutino para conmigo mismo;
incontables segundos aglomerados en una sucesión de existencias que no dan
lugar a nada más que la nada, y en donde no hay dolor, no hay sufrimiento, no
hay nada… y aun así, es todo para mí.
En un estado cuasi catatónico, y algo ligeramente molesto
(serían las primeras sensaciones del día) salgo del trance para empezar con las
primeras horas de la jornada; me alzo con el aseo de mi exterior, mis ropajes
se acomodan en mí, reacomodo mi rostro para blandir la recalcitrante sonrisa
diaria que todos creen ver en mí, y, ya frustrado con el universo y su entera
concepción, emprendo ese viaje una vez más.
El viaje diario al atelier que construí, a ese taller en
donde me arrojo a crearlas a ellas: preciosas, bellas, finas piezas de cristal…
el mismo cristal que esta noche pienso arrojar con vehemente impulso, y
lágrimas en los ojos, hacia el suelo.
02 de Octubre del año 2017. Buenos Aires. Argentina.
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