01 octubre, 2017

Días de mañanas, mañanas de cristal.




Mis días ya no son los mismos de antes. Ni mis mañanas parecen querer empezar, ni mis noches parecen desear terminar, y aun así, sigo haciendo esfuerzos increíbles día tras día por manejarlos, por mantenerlos controlados y plantarle a la vida una sonrisa fulgurante, casi tatuada, como si mostrase un “Todo está bien”. Una sonrisa que para nada refleja lo que siento. Y se debe al llevar inenarrables horas en las que solo pude sentir a mi corazón sepultado en el frío y la desidia más punzante que un pensamiento puede idear. El bestiario de mi alma lleva desolado una eternidad.

Suena el despertador. No nos llevamos bien, pero no tenemos mucha opción. Es otro día más que arranca con menos de cinco horas de sueño, debido al malestar mental que me lleva a no poder conciliarlo sin antes repasar cada segundo exacto de los momentos en los que sentí que estaba fragmentándome en mil pedacitos.

Para hacerlo más gráfico, imagine usted a la más preciosa y delicada figura de cristal, graciosa belleza desprende y se impregna en las retinas de los más escépticos, y también se plantan en las perversiones de aquellos que respiran maldad. Toma como única meta tomar aquella pieza de delicado arte para arrojarla con vehemente impulso hacia el óxido del suelo, cubierto de tristeza. Y entonces esa pieza se estrella, se desintegra contra el suelo creando así un efecto realmente fascinante, en el cual se puede apreciar a la pieza como si atravesara el suelo hacía otro plano, desprendiendo una estela de polvo de cristal en su paso.
Y mis noches están repletas de esas piezas, las cuales, cargadas de momentos, analizo en plena caída, y en slow motion, para verme y proponerme descifrar el por qué.

¿Qué he hecho para que tanta maldad se aproveche de mis piezas?, o, dicho de otro modo, ¿En qué he fallado para que todo esto suceda?
Porque queda en evidencia que escultor y verdugo conviven en armonía en el mismo envase que los concibe, más dicha armonía no puede pregonarse a sí misma como la luz de que ilumina mis pensamientos, pero si como el ruido que los atormenta.
Gracias a una atónita lucidez y a una sumisión onírica casi total, no preciso tanto del despertador como en realidad debería: siempre encuentro el camino al despabilamiento unos diez o quince minutos antes.

Minutos que me guardo con recelo para entregárselos al silencio total, al blanco mental absoluto y al misterio del tiempo, ese que puede hacer que aquellos diez o quince minutos puedan durar horas en mis silencios. Y ese silencio, es mi obsequio matutino para conmigo mismo; incontables segundos aglomerados en una sucesión de existencias que no dan lugar a nada más que la nada, y en donde no hay dolor, no hay sufrimiento, no hay nada… y aun así, es todo para mí.

En un estado cuasi catatónico, y algo ligeramente molesto (serían las primeras sensaciones del día) salgo del trance para empezar con las primeras horas de la jornada; me alzo con el aseo de mi exterior, mis ropajes se acomodan en mí, reacomodo mi rostro para blandir la recalcitrante sonrisa diaria que todos creen ver en mí, y, ya frustrado con el universo y su entera concepción, emprendo ese viaje una vez más.


El viaje diario al atelier que construí, a ese taller en donde me arrojo a crearlas a ellas: preciosas, bellas, finas piezas de cristal… el mismo cristal que esta noche pienso arrojar con vehemente impulso, y lágrimas en los ojos, hacia el suelo.


02 de Octubre del año 2017. Buenos Aires. Argentina.

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