No logro
concebirlo, no hay forma; no tiene sentido imaginarlo y, de igual modo, sigo intentándolo,
en vano. No puedo imaginarte a mi lado, no quiero volver a ser aplastado por
todas esas sensaciones inconmensurables y etéreas que apuntan directo a mi
pecho, por el dolor de lo que alguna vez quiso ser y no fue.
Pero me es
aún más aterrador y doloroso escucharte, hablarte, saludarte y despedirte;
soportar ser algo que jamás quise… tu amigo.
He cargado
lo nuestro con todos los sentimientos que he podido generar, cada uno más
acendrado que el anterior, por lo que no miento cuando te digo que en mi vida
he amado más a alguien, y allí es donde acepto que el error es mío, porque soy
yo el que no puede alejarse de la suavidad de tu rostro, el que nunca más
volvería a acariciar; del calor de tu manos que ya no puedo tomar; del color,
del calor de tus labios, sabiendo que jamás volvería a besarlos.
Y aquí
estoy, fiel a lo que más me lastima, cuidándote las espaldas, amando cada letal
sonrisa, agonizando tras cada dulce palabra, llorando cada vez que reímos
juntos.
Déjame
explicarlo de este modo: cada segundo en mi existencia funciona como un
engranaje de una máquina de precisión Suiza, un reloj roto que, testarudo, jamás ha dejado de mover sus manecillas, empujando cada segundo de mi tiempo natural hacia un abismo de oscuridad desde el cual solo se puede ver hacia arriba, en donde esta cadena de engranajes mal aceitados, se fuerzan entre si, generando una suerte de perfección mecánica que mueve, y mueve, y mueve a las horas, encaminando cada pensamiento, cada
oración, cada aliento sin omisión alguna hacia los recuerdos, los mas preciados recuerdos que tengo,
atesorados con celosa guardia, de tu sonrisa.
Y aquello me
desmorona con cada imagen.
No hay una
sola concepción resiliente, no podes darte cuenta de eso, ¿no?, Día tras día me
esfuerzo ciegamente en tomar de tus manos aquella amistad que me ofreces, en
agarrarla fuertemente y pretender no soltarla, sin saber que ella tiene espinas
muy afiladas como cuchillas ponzoñosas, inyectándome su veneno más letal a cada
esfuerzo de presión: amor, el que nunca tuve.
Me vuelvo
loco de felicidad cada vez que te veo, mientras muero un poco más por dentro, y
me desespero casi de forma superflua cuando me despido de vos, sabiendo que en
realidad estoy respirando aliviado, y a la vez atormentado porque sé muy bien
que allí comienza un terror que lleva atormentándome desde hace rato.
Y todos los
días finalizan igual: un abrazo, un beso en la mejilla, un saludo, y una
caminata que se interrumpe momentáneamente para escuchar unas pocas palabras más,
seguidas de un “te quiero”, son el comienzo del inevitable colapso mental
realmente tormentoso cuya intensidad se incrementa paso a paso, elucubrando
miles de teorías locas para volver el tiempo atrás, en los días en los que el
calor llovía sobre nuestras cabezas y mostraba tus iridiscentes ojos mirándome,
pidiéndome que no suelte mis brazos de vos, fusionándonos en esos abrazos que
duraban eones en un segundo me motivaban a derribar cualquier pared para seguir
tomando tus manos por el resto de la eternidad… en vano, puesto que, casi al
instante, recuerdo tus intenciones, y la realidad que construías solo para vos,
en la que yo jamás podría haber estado, quizás porque te interrumpía, o quizás porque
siempre fui un pasajero en tu vida. Paso a paso me hundo más y más en la
tristeza, y desespero al punto de soltar lágrima tras lagrima, dejándolas bailar
en la palidez de mi rostro, como un pequeño huracán que nace y muere fríamente unas ocho cuadras luego.
Ya no puedo
sostener esto, ya no puedo manejarlo; estoy enloqueciendo porque te sigo amando
y me voy desarmando a medida que el tiempo ahoga.
¿Pero cómo
ahogar a un corazón que ya no late hace años? Solo tu existencia puede
devolverle el rojo a mi corazón.
Y solo tu
existencia puede terminar de matarlo.
Por eso,
quiero, no, debo alejarme de tu existencia. Porque aunque el dolor que me
generará será el más intenso que jamás he sentido…
Lejos de vos…
Podré, aunque sea, intentar volver a nacer…