No te darías cuenta jamás de los
gritos desgarradores que nacen de mí desesperada imagen y que atropellan tu
cara, sin piedad alguna, dejándote sin siquiera un rasguño, una marca, nada. Y
todo debido a esa tan molesta costumbre de sonreírme siempre.
No podrías jamás intentar
comprender comprender la oscuridad de los ojos de nadie, porque nada es
superior a tu conformismo idealizado, en donde jamás vas a conocer la soledad,
porque tendrás tu propia compañía acogiéndote en las tinieblas que vos mismo
engendraste y al cual no dejas pasar a nadie sin corazón, razón por la cual
jamás nadie ha entrado.
Has arrancado del pecho de su
dueño todo corazón que se te ha acercado, y te has deshecho de ellos de las
formas más crueles que pueden ser imaginadas.
Y uno de esos corazones era el mío…
Aún recuerdo el momento preciso
en el que la guillotina cayó sobre mi cabeza, echándola a rodar por los rastrojos
del suelo, perdiendo el control sobre el resto de mi cuerpo, cediendo ante tus
deseos más infames, sumiéndome en un laberinto de dolor incalculable, pero no
el dolor de no poder resistir las nieblas de no tenerte, sino el dolor de saber
que, estando a tu lado, la tierra se parte en dos, acercándote más y más, y en
el proceso, arrojándome al abismo, alejándote más y más.
Y huí, corrí despavorido al caer
en la cuenta de habías reducido toda mi persona a una mera herramienta de
banalidad y contención, pero no importaba hacía donde lo hiciera, todos los
muros tenían tu aroma, y quien me perdona esta sentencia, pestilente sensación de
paz al lado de tu recuerdo, que me libera incluso cuando me atosiga de tristeza,
hundiéndome en el silencio.
Y el silencio provenía de mi alma.
Nunca vas a poder comprender el
dolor que tengo que manejar gracias a tus presencias, porque solo mirándome todo
mi sistema se altera, y te muestra a quien no existe, respondiéndote con una
sonrisa tan dolorosa que incluso un ciego podría describir, y que sin embargo
te alcanza para continuar con tus metrajes de obscenidad aplastante que desean
desesperadamente la eternidad de mis aplicaciones como utilidad, descartando
por completo las naturales funciones de mis sentimientos, pisoteados por las
suelas de tus zapatos, porque lo que ves es a quien yo creo para no perder,
porque en el fondo ya no queda nade de mí, como si no cediera ante las dagas
que ya tengo clavadas en mi cuerpo, marcándome y desangrándome hasta liberar todo
el espacio corpóreo de mis venas, que se rellenaran lágrimas de odio y de
tristeza.
Y esas lágrimas has secado con
tus manos.
El dolor de no poder olvidar
consume lentamente lo que queda de mi alma, y pareciera no importarte. Vacío,
derrotado, dormido me encuentras, pretendiendo que me levante, solo para
volverme a tirar, solo por el placer de verme caer como si fuera un edificio de
papel, yaciendo a tus pies, esperando por tus brazos.
Y esos brazos, esos fríos brazos,
espero no vuelvan a acercarse a mi jamás.
Porque desde hoy ya no soy un
número.
Soy nadie.
Soy nada.
Pero aún soy.
Buenos Aires, Argentina. 2005.